Íbamos juntos en el coche. Y como otras veces, ella conducía de esa manera que tiene, y que algunas veces echo en falta llevar casco y doble cinturón de seguridad, y no es que ella conduzca mal, digamos que conduce muy deportivamente. Mi médica me aconsejo no tener sobresaltos, pero yo no aprendo.
Ella me comentaba sus logros en el nuevo puesto de trabajo, sus proyectos, sus éxitos, e inflaba su discurso con dosis de vanidad femenina prescindibles. No me importaba demasiado el tono, pienso que todos tenemos momentos así. Los dejamos fluir con las personas que nos conocen y no nos van a juzgar pretenciosos por un poco de éxtasis sobre nosotros mismos.
Pero ella había cambiado. No era el éxito, no era el discurso. Fue el semáforo el que me hizo ver su cambio.
El semáforo se puso en rojo, y se acercó un hombre de unos sesenta años a la ventanilla. Ofrecía chicles y pañuelos de papel. Vestía pulcramente, peinado, con la raya del pantalón y la camisa bien marcadas. Demostraba así que su pobreza no estaba por encima de su dignidad.
Fue Entonces cuando ella bajó la ventanilla, miró a aquel hombre con la sonrisa de la salvadora magnánima y quiso demostrarle su generosidad dándole las monedas que acumulaba en el cenicero del coche.
El movimiento de mano con el que ella le indicó que no necesitaba nada a cambio, la expresión de satisfacción por la buena obra hecha, e incluso el regusto de triunfadora solidaria que paladeó, no supieron ver que aquel hombre mayor, atropellado por los malos tiempos, buscaba una forma de ganarse la vida y ella pretendía obligarle a aceptar una limosna.
La vanidad triunfadora te impide ver quién eres
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