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domingo, 16 de octubre de 2011

ENAMORADO

Recordando las cronicas de un capullo.

Bajaba por la escalera vestida de blanco inmaculado, se le veían unas largas y estilosas piernas, su vestido blanco   marcaba su cautivadora  figura, un cuerpo ondulante y cimbreante se dirigió hasta mi. Era una empleada del establecimiento.  Elena era el nombre que pude leer en su placa identificativa pese a que mis ojos no podían apartarse de aquellas opulentos pechos y puntiagudos pezones que le marcaba la ceñida camiseta. Aquella mujer se movía bajo aromas de flores frescas recién cortadas con tintes de almizcle, flor de azahar  y misterio andaluz. Era preciosa. Mi fantasía entonces  tomó las alas de la imaginación, atravesando y dejando atrás lo que a mi perturbada y calenturienta mente le estorbaba, entreviendo su  cuerpo moreno de apolíneas formas que parecían moldeadas por aquellos legendarios escultores de la antigua Grecia.

 Mi mente se bloqueo instantáneamente al escuchar: “Por favor, imbécil,..¿ puede salir del centro de la escalera?. Esto es una escalera de paso a los servicios.”, ordenó con una voz ronca de camionero Ruso. Sus verdosos ojos rasgados de pestañas largas y rizadas, poblados de lagañas del tamaño de cortezas de cerdo, se quedaron fijos en los míos durante una eternidad.

Mi colesterólico corazón empezó entonces a galopar desenfrenado, golpeándome  atrozmente en el pecho. Elena  tenía introducido su dedo índice en el orificio derecho  nasal, moviéndolo  cuidadosamente en círculos, palpó con la yema del dedo cuidadosamente el preciado material y tras extraerlo, lo usó como aperitivo, sin ni siquiera acompañarlo de un sorbo de vermut. Un miserable y estruendoso eructo me hizo despertar del coma pasional. De sus  cavidades nasales se desprendían pelos como varas de mimbre. Empecé a sentir un virulento y cruel  hormigueo en el estómago. Pero esta vez no era la úlcera gástrica, no: me había enamorando. Rápidamente hice caso a su petición. Ella me respondió con una seductora sonrisa que dejó al descubierto unas encías ensangrentadas acompañando a unos negruzcos dientes fragmentados  y carcomidos por la caries.

Inmerso en una vorágine de estupidez sexual y en un acto irracional y pueril, le pedí su número de teléfono. Ella, sin apenas inmutarse, tomó un trozo de papel, anotó cuatro garabatos sin mirarme y me hizo entrega de la nota frunciendo el ceño, acentuando aún más, la vellosidad de sus espantosas cejas. Si mediar palabra, dio media vuelta y comenzó a subir sinuosamente las escaleras.
Me sentí ufano, feliz, azaroso, eufórico.   Por fin había conseguido sin apenas esfuerzo lo que tantas hembras me habían denegado antes. Pero tengo que decir que la muy cabrona, me anotó el número de su móvil en números romanos.
Por lo que si logro descifrar el jodido código numérico, un día de estos la llamaré.

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