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domingo, 6 de diciembre de 2020

EL PASO DEL TIEMPO

 


Hace un tiempo una amiga bloguera, Dalicia me contaba la historia de Berta, una joven trepidante que tenía unos pechos con los pezones como timbres de castillo. Redondos, orondos y sobresalientes.

Cum Laude, dirían algunos. Erguidos, rosados y rosáceos, de areolas rotundas, esféricas y centradas. Tanto si hacía frío como calor, emergían inhiestos, traviesos e inflamados, eran como aquellas canicas con las que jugábamos antaño, pero con una textura firme y carnosa proclive a ser pellizcados y ser acariciados.

Berta tenía por norma encremarlos y domarlos cada mañana, durante media hora al menos. Con su botecito de loción hidratante, se sometía a la placentera tarea de acicalarlos y reafirmarlos, después, salía al balcón y regaba las plantas desnuda de cintura para arriba, independientemente del frio o calor, y así mientras los pétalos de los geranios le cosquilleaban los pechos, ella le mandaba besos de aire al vecindario de enfrente siempre ávido de la ilusión mañanera.

Berta adoraba sus pechos, amaba sus tetas, se maravillaba con sus senos, vivía orgullosa de, con y para su escote y canaliño, en casa jamás usaba parte de arriba, en la playa tampoco, y había días que si no hacía demasiado frío bajaba la basura pechuga en ristre, era la comidilla femenina del barrio, y la merendilla onanista masculina de la manzana. A ella, como no, le traía sin cuidado.

Sabía que sus tetas eran la envidia de ellas, y el deseo de ellos. Así que eso la inflaba de una manera brutal, y a la vez sensual, tanto se le inflamó el deseo y el pecho, que sus manos comenzaron a mostrarse escasas, por lo que tuvo que buscar refugio en lugares ajenos, sinuosos e inciertos, y poco a poco aquellos senos, fueron siendo cada vez menos de ella y cada vez más de otros, hasta que de tanto repartirlos se le fue cuarteando la piel y el lustre.

Berta empezó entonces a taparlos, a sujetarlos y camuflarlos. Se cruzaba de brazos en la parada del autobús, usaba echarpes en el trabajo y una bata bien pertrechada en casa, los pechos se descolgaron, los pezones languidecieron y las estrías y arrugas camparon a sus anchas por todo su cuerpo, tanto y de tal manera que el busto se le hizo pellejo, y Berta no pudo soportarlo, y una mañana fría de enero se suicidó, se colgó de la lampara de su habitación con un sostén frente a su espejo preferido.

Cuentan que algunos diarios locales se hicieron eco: Encontraron una mujer desnuda en su piso muerta. Todo apunta a que fue un suicidio. La autopsia parece clara: fue a causa de un despecho.

 


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